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Explorando la Materia de Este Mundo a Través de la Poesía de Sharon Olds

Sharon Olds, una poeta contemporánea conocida por su poesía íntima y reflexiva, nos sumerge en las complejidades de la experiencia humana a través de sus versos. En su colección “La materia de este mundo”, Olds aborda temas como el envejecimiento, la maternidad, las relaciones y la contemplación de la vida y la muerte. Su capacidad para capturar lo profundo de la existencia cotidiana y explorar la esencia misma de nuestra realidad hace que sus poemas sean una invitación a reflexionar sobre nuestra propia conexión con el mundo que habitamos.

Cuanto más vieja me pongo, más me siento

Cuanto más vieja me pongo, más me siento casi hermosa- no mi cara, una cara común, puritana, sino mi cuerpo. Y tendré cincuenta, pronto, mi cuerpo se marchita, huesudo, y me gusta su rugosidad plateada, la piel que se afina, la superficie de un lago rizada por el viento, un espectro arrugado, un pliegue de humo. Sin embargo cuando miro hacia abajo puedo ver, a veces, cosas que, si las viera una mujer joven, la harían gritar como en una película de terror, quedo convertida en bruja en un instante—si me inclino lo suficiente, puedo ver la piel fina de mi estómago frunciéndose y colgando en pequeños picos, como yeso fresco. Y sin embargo puedo imaginarme a los ochenta, hecha enteramente, por fuera, de eso, y haciendo el amor con la misma dignidad animal, el túnel todavía igual al interior de una bráctea color frambuesa. De pronto me veo joven a mí misma al lado de esa octogenaria, me veo como su hija, mi carne suelta y drapeada muestra los ángulos largos de estos extraños huesos como las manijas de utensilios de cocina hechos en el cielo. Cuando era más joven, me veía a mí misma, a veces, como el tosco dibujo de una hembra— los pechos, el destello de las caderas de los años 40— pero este grisáceo ser abollado es confortable como una vieja prenda favorita, es casi amable, ahora, para mí. Por supuesto, es el amor de él el que estoy viendo, el trabajo de su pulgar sobre este centavo de la suerte —cinco veces cinco años en su bolsillo. Quizás aún si me muriera, él no me vería fea. A veces, ahora, bailo como humo chato sobre una chimenea. A veces, ahora, creo que vivo en el lugar donde se hace la bebida solemne, salvaje de acabar, no estoy todo el día acabando, pero vivo todo el día en el lugar donde eso se hace.

Acusación de oficiales de alto rango

En el zaguán arriba de del hueco de las escaleras

mi hermana y yo nos encontrábamos de noche,

ojos y pelo oscuro, los cuerpos

como gemelos en la oscuridad. No hablábamos

de los dos que nos habían llevado allí, como generales,

por sus propios motivos. Nos sentábamos compañeras

en la guerra fría, su cuerpo vivo la prueba de

mi cuerpo vivo, de espaldas al leve

cráter de obús de las escaleras, por donde

tendríamos que bajar, sin saber

más que lo que habíamos aprendido allí,

así que ahora

cuando pienso en mi hermana, las suturas

y las marcas de las golpizas de su doctor esposo,

y las cicatrices de las operaciones, siento la

ira de un soldado parado sobre el cuerpo de

alguien a quien mandaron al frente de batalla

sin entrenamiento

ni arma.

Madre primeriza

Una semana después de que naciera nuestra hija, me arrinconaste en la habitación de huéspedes y nos hundimos en la cama. Me besaste y me besaste, mi leche desató su nudo corredizo y caliente a través de mis pezones, empapó mi blusa. Toda la semana había olido a leche, leche fresca, agria. Empecé a latir: mi sexo había sido desgarrado como un trapo por la corona de su cabeza, me habían cortado con un cuchillo y cosido, los puntos tiraban de la piel— y la primera vez que te rompen, no sabes que vas a cicatrizar, mejor que antes. Me acosté con miedo y sangre y leche mientras me besabas y me besabas, tus labios calientes, hinchados como los de un adolescente, tu sexo grande y seco, todo tú tan tierno, te inclinaste sobre mí, sobre el nido de puntadas, sobre lo rajado y desgarrado, con la paciencia de alguien que encuentra un animal herido en el bosque y se queda con él, a su lado hasta que vuelva a estar entero, hasta que pueda correr de nuevo.

Estudio Bíblico: 71 a.C.

Después de derrotar a la armada de Espartaco, Marco Licinio Craso crucificó 6000 hombres. Eso dicen los documentos, como si hubiera clavado los 18.000 clavos él mismo. Me pregunto cómo se sintió, ese día, si salió a la intemperie entre ellos, si caminó por esos bosques humanos. Creo que se quedó en su tienda y bebió, y quizás copuló, oyendo las canciones en su honor, la sintonía de instrumentos de viento que estaba haciendo él de una sola vez, elevado a la potencia de seis mil. Y quizás se asomó, a veces, para ver las filas de instrumentos, su huerto, la tierra erizada con eso como si un parche en su cerebro le picara y ésta fuera su manera de rascarse directamente. Quizás le dio placer, y un sentido de equilibrio, como si hubiera sufrido, y ahora encontrara una compensación, y una voz. Hablo como un monstruo, alguien que hoy en día ha pensado largamente en Craso, en su éxtasis por no sentir nada cuando otros sienten tanto, su ardiente levedad de espíritu por ser libre de caminar por ahí mientras otros son crucificados sobre la tierra. Puede haber sido el día más feliz de su vida. Si se hubiera cortado la mano con una copa de vino, dudo que hubiera tomado conciencia de lo que estaba haciendo. Es aterrador pensar en él que ve de repente lo que él era, pensar que corre hacia afuera, para tratar de bajarlos, un hombre para salvar 6000. Si hubiera podido bajar uno, y verle los ojos cuando el nivel de dolor caía como en un vuelo repentino hacia el placer, ¿no habría eso abierto en él el terror feroz de entender al otro? Pero entonces habría tenido 5999 más. Posiblemente casi nunca pasa, que un Marco Craso tome conciencia. Creo que durmió, y se despertó al sueño de su conciencia, levantó la abertura de su carpa y miró lentamente hacia afuera, a los susurros y crujidos de su prado viviente —suyo, como un órgano externo, un corazón.

Poema tardío a mi padre

De pronto pensé en ti

de chico en esa casa, los cuartos sin luz

y la chimenea caliente con el hombre frente a ella,

silencioso. Te movías a través del aire pesado

en tu belleza, un niño de siete años,

indefenso, inteligente, había cosas que el hombre

hacía a tu lado, y era tu padre,

el molde del que estaba hecho. Abajo en el

sótanos, los barriles de manzanas dulces,

recogidas del árbol bien maduras, se pudrían y

se pudrían, y más allá de la puerta del sótano

el arroyo corría y corría, y algo no te fue

dado, o algo te fue

quitado, algo con lo que habías nacido, de modo que

aún a los 30 y 40 te llevabas

cada noche la medicina aceitosa a los labios para que te ayudara

a caer en la inconsciencia. Siempre pensé que

el punto era lo que nos hiciste a nosotros

como hombre grande, pero después recordé a aquel

niño formándose delante del fuego, los

pequeños huesos dentro de su alma

retorcidos y rotos desde el tallo, los pequeños

tendones que sujetaban el corazón en su lugar

se quebraron. Y lo que te hicieron

tu no me lo hiciste. Cuando te amo ahora,

me gusta pensar que le estoy dando mi amor

directamente a ese niño en el cuarto del fuego,

como si pudiera llegarle a tiempo.

Las muertas

Cuando le pregunto a mi madre si puede recordar

si mi mejor amiga de los nueve años

se murió antes, o después, que su madre—

habían pintado su árbol con pintura de plomo

en el garaje cerrado— mi madre describe

lo furioso que se puso el padre de mi amiga,

años después, cuando mi madre y su segundo

marido les ganaron a él y a su segunda esposa

el concurso de vals. La voz de ella es melodiosa,

le encanta ganar, la pérdida de su rival

un caramelo erótico. Por un momento entiendo

que no sería totalmente malo

si mi madre muriera. Qué interesante

estar en el mundo cuando ella no estuviera —qué

raro respirar aire que ella no hubiera respirado

antes. Hasta puedo tener una visión de ella muerta,

por un segundo —boca arriba, desnuda, como mi padre

pequeña, mi padre como una mujer, la boca

abierta, como estaba la de él. De pronto, no siento

miedo —como si nadie me fuera a lastimar.

Y están juntos otra vez, un instante —un par de

cosas nupciales, ¡una tenaza! Como si me hubieran

entregado como un mensaje y después los hubieran ejecutado.

No pueden deshacerme. Puedo agradecerles tranquilamente

por mi vida. Gracias por mi vida.

Última hora

En el medio de la noche, me hice una cama

en el piso, alineándola fielmente a mi madre,

la cabecera hacia las colinas, los pies hacia la Bahía donde

los pájaros vadean para buscar moluscos —me acosté,

y el primer cascabel de la muerte sonó

con su autoridad del desierto. Ella tenía ese aspecto de

niño cantor en un ventarrón,

pero su cara se había vuelto más material,

como si los tejidos, almacenados con su vida,

estuvieran siendo reemplazados desde algún abastecimiento general

de jaleas y resinas. Su cuerpo la respiraba,

crujidos y chasquidos de mucosidad, y después

ella no respiraba. A veces parecía

que no era mi madre, como si hubiera sido sustituida

por un ser  más adecuado a esa tarea,

una criatura más simple y más calma, y sin embargo

saturada del anhelo de mi madre.

La palma de mi mano le rodeaba la coronilla

donde latía su corazón feroz, la otra mano sobre su

hombro pequeño, me mantuve a la par de ella,

y entonces empezó a apurarse,

a adelantarse, después se quedó quieta y su

lengua, manchada como motas de maná,

se levantó, y un jadeo se formó en su boca,

como si lo hubieran forzado a entrar, después la calma. Después otro

suspiro, como de alivio, y después

la paz. Esto siguió por un rato, como si ella estuviera

expresando, sin apuro,

sus sentimientos sobre este lugar, su tierra

y apesadumbrada conclusión, y después, contra

la palma de mi mano en su cabeza, el regalo de no

sufrir, ningún latido;

por momentos, sus latidos parecían curvarse—

y después sentí que ella no estaba allí,

sentí como si ella siempre hubiera querido

escaparse y ahora se hubiera escapado.

Entonces se transformó,

despacio, en una cosa de hueso,

que marcaba el lugar donde ella había estado.

Estos poemas ofrecen una mirada penetrante a la materia fundamental de nuestras vidas, desde la belleza en el envejecimiento hasta las complejidades de las relaciones familiares y las reflexiones sobre la crueldad humana. Sharon Olds nos invita a explorar nuestra propia existencia a través de la riqueza y la profundidad de sus versos.